miércoles, 28 de octubre de 2009

Las Lunas del Auditorio

"Siempre estará el Auditorio Nacional..." es una frase que me acompaña cada vez que mis paseos me llevan hacia ese lugar, donde lo mismo he asistido a juntas públicas de NA (sólo por los festivales artísticos, claro) que a los remates de libros anuales. Pero, confieso algo avergonzado, nunca he asistido a concierto alguno. De verdad. (Lo más cercano que he estado de toda la parafernalia del coloso de Reforma ha sido la conferencia magistral de Carlos Fuentes en ocasión de su 80 aniversario, de la cual nunca habré de arrepentirme. Escribí en este blog algunas líneas al respecto.) Sin embargo, la ocasión para conocer esa sensación se me dio esta noche, con la entrega de las Lunas del Auditorio, gracias a la generosidad de una amiga mía, de nombre Paulina, quien me invitó al show con ¡¡24 horas de antelación!! Y, claro, es una oferta que no puedo rechazar. Sí que sí.
En su flamante automóvil (clásico, como ella), pasadas las 5:30 pm, llegamos al Auditorio Nacional con bastante tiempo de sobra, mismo que invertimos en estacionar el coche, pasear por los alrededores, contestar varias llamadas de celular y hasta para asomarnos a la alfombra azul por donde pasarían algunos de los ilustres invitados a la ceremonia. Por supuesto, el público allì presente (personas de a pie, en su mayoría) comenzaba a hacer patente su desesperación por ingresar al recinto. Después de las 6:30, logramos nuestro cometido, sin embargo, no pasamos del pasillo. Mientras mi ilustre acompañante se paseaba por allí, quien escribe, como la puerta de Alcalá, veía pasar el tiempo. (Entre mis pesquisas visuales, pude ver a la escritora Silvia Molina y muy bien acompañada, por cierto.)
Por fin, tanta espera había dado frutos y al cuarto para las 8 pm, entramos al auditorio y las acomodadoras nos asignaron dos lugares cercanos a la salida; afortunadamente, con una muy buena vista del escenario. ¡¡Nada de gayolazos, eh!! Y mientras daba inicio la ceremonia, la Big Band Jazz prendió el ambiente con un repertorio digno de las grandes bandas. (Lástima que no había una pista de baile, porque tenía ganas de sacar a bailar a mi acompañante. En otra ocasión.) Esperando el gran momento, ambos hojeábamos el programa de mano: antesala de una ceremonia espectacular. (Ojalá...)
Luego de tres llamadas y un espectacular opening por parte del grupo Moderatto, finalmente dio inicio la octava entrega de las Lunas del Auditorio. Los conductores, como siempre, fueron Rebecca de Alba y Juan Manuel Bernal, pero ahora acompañados por Eduardo Videgaray, Vielka Valenzuela, Rodrigo Murray y María Inés (cuyo vestido, cabe decir, hacía ver los aparadores de República de Chile como los de Fifth Avenue de Nueva York). Aún así, nos esperaba un espectáculo de primera categoría. A medida que avanzaba la entrega de galardones, los aplausos del respetable reconocían los sendos talentos de Alexander Acha, Elsa Aguirre, Café Tacvba, el musical La novicia rebelde, Slava's snowshow, entre otros eminentes ganadores. Sin embargo, fue notoria la ausencia (justificada, supimos después) de Los Tigres del Norte, a quienes, de verdad, se les extrañó.
No podían faltar la participación en el escenario de varios artistas, como el caso del grupo vocal The Voca People, quien con su enorme maestría vocal (y humorística, desde luego) nos llevó desde Era y Britney Spears, pasando por "I like you move it" (tema incluido en el filme Madagascar), hasta algunos clásicos de la música disco, evidenciando un talento sin medida. (Por cierto, al anunciar a Yuri como ganadora, interpretaron "La bamba" en su particular estilo. Qué cosas, ¿no?) Después vinieron el músico griego Yanni (cuya última producción, Voices, deja mucho que desear), los Babasónicos y sus "Piyamas", el musical La novicia rebelde, y el dueto de Edith Márquez y María José, cantando a dueto aquella canción que antes hicieran famosa Ana Gabriel y Vikki Carr, y la (primera) participación de Yuri, cuya faceta "renovada", a título personal, no me convence. (En su interpretación de "Cuando baja la marea", llevaba un vestuario parecido al de Madonna en "Nothing really matters". Qué descaro.) Pero lo mejor estaría por venir.
Después que la compositora mexicana Ema Elena Valdelamar recibiera una Luna especial de manos de Armando Manzanero, sin esperarlo siquiera, el cantautor yucateco se sentó al piano para acompañarla musicalmente en la interpretación de sus éxitos "Mil besos", "Mucho corazón" y, desde luego, "Cheque en blanco". Un homenaje más que merecido. Para muchos aquí debió concluir la ceremonia, pero el tino de los organizadores nos enjaretó otra aparición de Yuri, con un popurrí onda disco de los 70's, con todo y la voz de Mario Vargas. Después de esto, pasadas las 11:30 pm, terminó la ceremonia con un ánimo más que elevado. Paulina y quien esto escribe, aún con altibajos, quedamos satisfechos, de eso estoy seguro.
Ya de camino a casa, platicaba con ella acerca de asistir a la entrega del año entrante. ("Las Lunas del bicentenario", dije en son de broma.) Quizás el azar haría nuevamente de las suyas y volveríamos a estar allí, mientras tanto pensaba en los próximos invitados musicales: Sarah Brightman, Coldplay, el musical Mamma mia! o Rubén Blades, en fin... Queda un año para desearlo con todas las ganas. (Después de todo, siempre estará el Auditorio Nacional... ¿no es así?)

viernes, 2 de octubre de 2009

Palabras, ¿palabras?, ¡palabras!

En La eternidad y un día, película de Theo Angelopoulos, el personaje que encarna Bruno Ganz, un escritor en fase terminal, mientras pasea con su joven amigo albanés, decide contarle una historia: "El poeta que compraba palabras", misma que contaré según mi memoria me lo permita.
Érase una vez un joven poeta que, por azares del destino, conoció el exilio debido a la invasión de los turcos sobre Grecia y que lo llevó a Italia, donde, años después, supo de los heróicos esfuerzos de sus compatriotas por liberarse del yugo opresor. Finalmente, cuando los griegos consolidan su triunfo, el poeta regresa a su país y se hace una promesa: una vez que Grecia alcanzara su liberación, él sería el encargado de escribirle la más bella de las odas. Cuando regresó a su tierra natal, se percató de algo terrible: durante su estancia en Italia había olvidado su lengua materna y como esa condición lo tenía desconcertado, según Dios le dio a entender, se colocó en medio del mercado de su localidad y a su lado puso un letrero que decía: Se compran palabras. A quien le dijera una palabra, la que sea, estaba dispuesto a pagarle una moneda de oro. En un principio, los pobladores no lo bajaban de loco, pero accedieron a su intención proporcionándole varias palabras. (Por dinero se hace lo que sea, claro, pero en algunos predominó más el buen corazón que el peculio mismo.) Al final del día, el poeta revisaba su listado de palabras obtenidas, las leía y releía con fruición hasta que estuviesen insertas en su memoria. Y así era todos los días. Mucho tiempo después, recuperó su lengua y se puso a escribir. Luego de corregir una y otra vez aquellos versos, finalmente terminó el poema. Promesa cumplida.
Recordando esta historia intercalada en La eternidad y un día, y dado que nos gusta comprar palabras (mediante otro tipo de transacción, claro), uno se pregunta ¿cuál es nuestra palabra favorita? Es decir, aquella que siempre tenemos presente, que motiva muchas cosas y que su sola ausencia nos deshace al primer roce. Somos seres de palabras, aunque suene a lugar común, así es: desde el balbuceo del niño hasta el discurso de Sócrates. La lectura de un buen libro, una conversación amena y llena de enseñanzas, un paisaje, una mirada, una vida, los viajes, los desastres, el tiempo, andanzas y maestranzas, empresas y tribulaciones, en fín... todo es susceptible de volverse palabra. Y cada persona, cosa o hecho, nos regala una, peculiar, que hacemos propia y digna de nuestra vida.
(A título personal, me gustan muchas palabras, pero confío en la eficacia y totalidad de una sola: esperanza. Por cierto, también me gusta su equivalente griego: disthia.)
Con todo, no hacen falta tantas palabras para decir qué tan importante es tener una palabra favorita. Cada uno de ustedes, queridos lectores, tiene su predilecta: al mencionarla, hacen lo propio con su persona, su mundo, su espacio. Y si gusta a otros, es un logro. Entre más se comparta, mejor el tiempo sabrá tratarnos. De verdad.
Termino estas líneas con el final de la historia. Aunque todo lo contado tenga mucho de invención, dos cosas son ciertas: primero, el poeta de marras se llamaba Dionisios Solomós, y segundo, aquel poema que surgió de su pluma, es la "Oda a la Libertad", que además de ostentar un lugar más que digno en la historia de la literatura griega, ¡¡es el Himno Nacional de Grecia!! Si Solomós se hubiese quedado con una sola palabra, libertad (eleftheria) habría sido la indicada. (Para ustedes, ¿cuál sería su elección?)