viernes, 14 de agosto de 2009

El (casi) laboratorio de Gerardo Deniz

La Poesía, como sabemos, es el más misterioso de los senderos de la palabra, dado que allí se encuentran todas las cosas. Solamente las cosas existen mientras el poeta se anima a decirlas. Desde tiempos inmemoriales, la Poesía ha construido caminos, pero también derrumbrado imperios. Sin embargo, cuando el poeta asume su condición y además de intentar, resuelve inventar, no cabe duda que estamos frente a un milagro de la naturaleza. (En esta clasificación, bien podrían entrar algunos de los autores más iconoclastas, que hoy en día son los paradigmas del poeta en ciernes.) Pero si el poeta mencionado resultara ser, ni más ni menos, Gerardo Deniz ¿cómo reaccionaríamos?
Un 14 de agosto de 1934, nace en Madrid, España, la persona detrás de Gerardo Deniz: Juan Almela Castell, hijo y cuasi homónimo de Juan Almela Meliá, uno de los fundadores del socialismo español. La historia de los Almela Castell es casi parecida a la de cualquier familia española avecindada en México después de la Guerra Civil, a no ser por una breve escala en Suiza, donde el padre realizó labores en pro de la II República. A partir de 1942, se asentaron definitivamente en México. Tiempo después, mientras el padre trabajaba en mundo editorial, un joven Juan Almela entró a la Facultad de Química, de donde salió maravillado por el mundo de las fórmulas, los procedimientos y las mezclas. Y aprovechando la formación cultural que tuvo en casa, ambas cosas le sirvieron de mucho cuando ingresó al mundo de las editoriales; más en concreto, el Fondo de Cultura Económica, ni más ni menos. El joven Almela conoció un mundo al que habría más tarde de criticar con todas las letras, aplicando el mismo cartabón: la erudición excesiva. De aquella experiencia, agarró el gusto por dos cosas: los idiomas y el inverosímil Diccionario de Tolhausen.
Luego de su salida del FCE, Almela prosiguió su labor editorial ahora como traductor de libros de química, literatura ¡¡y lingüística!! (Paréntesis aparte: Un libro básico en la carrera de Letras Hispánicas, Los nuevos caminos de la lingüística de Bertil Malmberg, fue traducido por Almela. Vivir para ver. Ver para creer.) En 1970, Almela creó al personaje que habría de sacarle canas verdes a los lectores de poesía en México; fusionando el nombre propio del poeta Gerardo Diego (que, por cierto, vivió en su primera casa, en Madrid) y la palabra turca para "mar", deniz, dio como resultado un nombre anaboleno y trapisondista: Gerardo Deniz. Precisamente, ese mismo año marca la publicación de Adrede, su primer libro de poemas, con un bagaje más que heterodoxo. Desde la química de su juventud, pasando por su admiración hacia Julio Verne, hasta llegar a las maravillas del Tolhausen, la poesía (por tanto, la vida) fue otra, vista desde la óptica de Deniz. Su Adrede, debido a su peculiar naturaleza, pasó desapercibido en el mundo de las letras mexicanas, a excepción de Octavio Paz, quien supo ver en esa heterodoxa poética una renovación de la palabra, que rinde pleitesía hacia la obra de Saint-John Perse e, incluso, a la Luis de Góngora. A Deniz este espaldarazo poético le venía sin cui. (Sólo José Carlos Becerra, quien recibió una carta semejante de Paz -¡¡y con la misma fecha!!-, supo atender a sus palabras.)
Mientras Juan Almela seguía traduciendo libros de texto, Gerardo Deniz fraguó otro libro: Gatuperio (1978), donde su pasión por Verne y el Tolhausen seguía dando frutos; una sección emblemática del libro lo comprueba: "20 000 lugares bajo las madres". Y, claro, cuando apareció Enroque (1986), Deniz seguía sin parar. Para cuando la SEP publicó una antología de su obra, Mansalva, un año después, entraba en escena otra particularidad de la obra deniciana: las prosas pertinentes, algo así como las "explicaciones" sobre determinado poema. Creo saber que los seguidores de la poesía de Deniz, aunque no sean legión, no cabe duda que encontraron su mundo con estas obras. Con todo y esto, Gerardo Deniz recibió el Premio Villaurrutia en 1991 por Amor y Oxidente. También esto lo tenía sin cui.
Bien sé que la mayoría de los lectores se estarán dando de vueltas por saber cómo es una obra del dichoso Deniz (a quien su traductora al inglés casi confundía con una tal Denisse, peligros de la traducción). Prometo no defraudarlos. Sólo unas últimas palabras más. Como lo he dicho en repetidas ocasiones, la invitación para leerlo está en la mesa. Si se interesan por su obra narrativa, ahí están Alebrijes y Carnesponendas; por sus artículos y memorias, Paños menores es una excelente opción, pero como su poesía aún genera mucha batalla, el grueso volumen de nombre Erdera, publicado por el FCE hace algunos años y que reúne toda su poesía, está que ni mandado a hacer. En una palabra, Gerardo Deniz nunca dejó de lado la química, sólo que su (casi) laboratorio se encuentra ahora entre los diccionarios, las traducciones, los juegos de palabras y, sobre todo, la autocomplacencia creativa. Y como las recomendaciones están de a peso, Conaculta y Tierra Adentro publicó Deniz a mansalva, un volumen de ensayos para acercarse más a su mundo. (Ahora sí, va el poema y aquí me callo.)


Vehículo


Polvo. Detrás de la cortina, entre los equipajes,
tosió un Niño de diez años:
-Qué tos más desgarradora e incoercible- comentó
acto seguido con voz argentina.

Remotos aún los pinchos ya candentes de la ciudad.
Declaró el maestro:
-No dudo de que este Niño, elapsando el tiempo preciso
para su formación,
alcance la soñada eminencia.
Tendiendo los brazos a la cortina:
-Verás, Niño, cómo merced a un sincero afán
de formalización, usando kets y bras, los teoremas
fundamentales de la mecánica cuántica-

Los ocupantes de la carretera se fueron animando;
renacía la conversación, alicaída por horas.
Cada quien fue exponiendo con llaneza su punto de
vista. El occidente más cerca siempre.
Con la mandíbula descolgada hacia un lado,
el Niño asomó la cabeza para escuchar (cf. 'enseñar
deleitando').
Los últimos compases se perdieron entre el fragor de
las ruedas sobre la calle del Empedradillo.

-Toda ventana encendida sugiere una dicha. Un hogar
apacible y una familia numerosa, de ojos redondos,
sin blanco casi, mirándose unos a otros en silencio,
sentados en camisón malva a la mesa.

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