jueves, 30 de julio de 2009

Mis lecturas del remate

Hace un mes, exactamente, tuve la fortuna de asistir al Tercer Remate de Libros en el Auditorio Nacional, a ver qué novedades (si es que aún las hay, dada mi experiencia del año pasado) podía encontrar. De no ser por Julia Cuéllar, dicho evento se me habría olvidado. (¡¡Gracias!!)
Llegué al Auditorio Nacional pasadas las 3 p.m y llevaba los aditamentos que todo cazalibros debe llevar cada vez que ocurre una venta de libros: tres bolsitas de plástico (como las que regalan en las librerías) y una bolsa de papel (como las que se usan para los regalos, sólo que la mía era del CIDE) escondida dentro de un folder, como si nada más llevara puros papeles. Ya estando en el lugar del los hechos, procedí primero a revisar todos los stands, que para mi buena fortuna ¡¡se habían multiplicado!! Además de los puestos que vi el año pasado, otras editoriales se unieron al proyecto y por poco me da el patatús. ¡¡Por dónde empiezo!!
Después de revisar a vuelo de pájaro todos los stands, di comienzo a mis compras. En el puesto de Verdehalago, aprovechando la promoción de tres libros por diez pesos, adquirí los Versos hospitalarios de Miguel González Avelar, las Chiribitas de Leticia Herrera Álvarez y un ejemplar del Homenaje a Borges que publicó El Colegio Nacional hace una década. En varios puestos, solamente me hice de los libros Voces que cuentan de Sari Bermúdez, Guía para la navegación de Alfonso Reyes de José Luis Martínez y el Arbitrario de literatura mexicana de Adolfo Castañón. Sin embargo, fueron dos editoriales donde me pasé la mayor parte del tiempo: Era y Aldus. Por un precio muy módico compré Las siete cabritas de Elena Poniatowska y dos ejemplares de Las batallas en el desierto del muy laureado José Emilio Pacheco. (¡¡Compré un libro suyo el día de su cumpleaños!! Alegre coincidencia...), pero Aldus se llevó, además de mi tiempo y mi peculio, toda mi admiración, y para lo que compré allí, no era para menos: La ciudad como palimpsesto de Guillermo Tovar y de Teresa, El brujo de Autlán de Antonio Alatorre, Era mi corazón piedra de río de Carlos Pellicer, y Espejo de historias y otros reflejos de Jorge F. Hernández. Además, recibí de regalo un libro de Eugenio Aguirre, cuyo nombre ahora no recuerdo. Al filo de las cinco de la tarde, ya con la billetera a punto de vaciarse, emprendí la retirada.
Al día siguiente, me di a la tarea de leer buena parte del material adquirido en el remate. Primero comencé con el libro de Sari Bermúdez, que me pareció muy ameno; todas las entrevistas que lo conforman son de una diversidad que nada le pide a los libros de Cristina Pacheco ni a los de Elena Poniatowska. No dudaría en recomendarlo. Lo terminé en el fin de semana y me seguí con dos libros simultáneos: los Versos de González Avelar y las Siete cabritas de Poniatowska. De la poesía del ilustre abogado y humanista, puedo decir que se mueve muy bien en esos temas; no es gratuito que haya sido secretario de Juan José Arreola. Sobre los ensayos de Poniatowska, en torno a siete mujeres de la vida nacional (Frida Kahlo, Elena Garro, Rosario Castellanos, Nahui Olin, Pita Amor, María Izquierdo y Nellie Campobello), están escritos con una prosa entre muy desenfadada pero con una tremenda investigación previa, que los hace necesarios para conocer otra mirada sobre esas luminarias. Un material algo atípico en la bibliografía de Elena Poniatowska.
Una semana después de mis compras, y en pleno uso de mis vacaciones, tomé el libro de Jorge F. Hernández y me sumergí en su lectura. Espejo de historias y otros reflejos es un conjunto de relatos sobre historiadores inverosímiles (con sus atisbos de realidad, claro) que nos hacen ver que la Historia, aunque dura en el trato, siempre nos saca la mejor de las sonrisas. Además, el libro se complementa con una serie de artículos en torno a la vida misma, es decir, al uso de la memoria. (Hace unos días, le escribí al autor y le hice ver ésta y otras apreciaciones.) En el séptimo día de mi lectura, lo terminé con lágrimas en los ojos. Estaba más que conmocionado.
Y como la vena sensible estaba a flor de piel, decidí darle vacaciones a la prosa y regresar a la poesía gracias a la antología de Carlos Pellicer llamada Era mi corazón piedra de río. De acuerdo con el prólogo, se trataba de una antología de poemas sentimentosos ideada por el poeta en un principio, pero la política y, por consiguiente, su fallecimiento, dejó trunca esa intención, hasta que su colega Dionicio Morales cumplió con ese proyecto. En esa antología, no cabe duda que la maestría poética de Pellicer goza de cabal salud y que sus imágenes dejan maravillado a quien se acerque a ellas. Sobra decir que es bueno acercarse a las obras completas, pero esta antología deja a más de uno complacido.
Y como mis vacaciones estaban a un paso de terminarse, para cubrir mi cuota como lector de domingo, me apliqué a Las batallas en el desierto, libro al que volvía luego de una primera lectura ¡¡hace ya diez años!! La verdad, la relectura me hizo recordar imágenes otrora familiares, pero también me hizo cada vez más conciente de la obsesión autocrítica que tiene José Emilio Pacheco con sus obras. (Una grabación de Voz Viva de la UNAM me dio cuenta de ello.) Aún así, quedé maravillado con una historia redonda, única.
Termino estas líneas con dos libros también leídos en paralelo: La ciudad como palimpsesto de Guillermo Tovar y de Teresa, y las Chiribitas de Leticia Herrera Álvarez. El primero, que no es sino una mínima parte del enorme volumen La ciudad de los Palacios, es una elegía por la ciudad que perdimos a lo largo de los siglos. (Alegato al fin, digno es destacar la precisión de los datos que empleó el autor.) Y de las Chiribitas, ¿qué puedo decir? A caballo entre el aforismo y el minicuento, Leticia Herrera juega con el lector a través de varios textos, donde al final queda más que impresa una sincera sonrisa. (Más claro, ni el agua de la llave...)
Bien sé que me faltan varios libros, como ya lo habran notado, y algunos, como el Homenaje a Borges y el otro ejemplar de Las batallas..., fueron dos regalos inesperados para dos amistades muy allegadas. Por ahora me quedo con éstos y quizás la próxima les dedique algunas líneas de mi parte. ¡¡Gracias por todo!!

miércoles, 29 de julio de 2009

¡¡¡Felicidades, Martha!!!

Es lugar común decir que en la cárcel, el hospital y las presentaciones de libros es donde se conoce a los amigos; también me atrevería a decir que en los ágapes navideños en las universidades. Gracias a esa circunstancia, tuve el privilegio de conocer a una mujer excepcional, a quien hoy celebramos y que forma parte del engranaje de la Nueva República de Babel. Me refiero a la historiadora Martha Loyo.
Conocí a Martha, claro, en el primer ágape que se realizó en el Programa de Investigación para recibir a los nuevos habitantes. Asistí acompañado por José Cázarez (ahora Secretario Técnico de Humanidades) y saludé a Leyvi Castro, segunda al mando del Programa, y quien nos conminó a disfrutar del momento. Por unos momentos, dejé a Pepe platicando con Leyvita y fui a ver a Rosalía, quien me presentó a una bellísima historiadora recién llegada a Acatlan City: Martha B. Loyo. Por un momento, recordé dónde había oído su nombre; ¡¡claro!!, fue en el coloquio de aniversario del Archivo Calles-Torreblanca, en un lejano octubre. Al término del ágape, mientras las acompañaba al estacionamiento, le pregunté a Martha dónde podía conseguir su libro sobre Joaquín Amaro. Su respuesta fue de lo más franca: "No lo compres, yo te regalo uno". Asentí convencido.
En enero de 2008 el destino volvió a juntarnos, pero esta vez era definitivo. Mientras ella esperaba a un alumno debido a un examen extraordinario, platicamos por horas y horas sobre temas ya clásicos: la historia contemporánea, la admiración mutua por Javier Garciadiego y Jean Meyer, Plutarco Elías Calles, la vida misma... Además, le comenté mis intenciones de llevar a Meyer a tierras acatlecas, cosa que sí se cumplió el 16 de abril. Por supuesto, ella fue primordial en esa empresa, sólo que cada quien cuenta la parte del cuento como la vivió. (Me quedo con mi versión, pero Martha tiene algo más que decir.) También la traviesa Clío nos ha hecho coincidir en el INEHRM, donde la Historia tiene algo más que una casa. Cada quien sabe por qué.
En fin... ¿qué puedo decir sobre Martha Loyo? Bueno, si estas palabras sirven para ponderar su amabilidad y su inquietud por conocer y contar las latas de la investigación, creo dar en el clavo. Pero hay una cosa más que decir acerca de ella: su acendrado apasionamiento en hacer las cosas. No se guarda su opinión, sí, es cierto, pero también sabe proponer otra vía. Algo muy importante, a cada palabra de su conversación siempre le pone su propio estilo, mismo que no puedo describir en palabras. (Quienes conocemos a Martha, sabemos cómo es. Nada más.) En mi diccionario personal, la palabra pasión le queda a la medida, pero ella va más allá, y ha sabido inyectarla a sus hijas Alejandra y Jimena, de quienes, me imagino, seguro sacarán la casta.
Querida Martha, hoy cumples añitos (no digas cuántos, porque las mujeres no tienen edad), no encuentro mejor homenaje hacia ti que estas palabras; de lo que sí estoy seguro es que tendremos Martha B. Loyo para rato. Y aquí me callo.
¡¡¡Felicidades, Martha!!!

martes, 21 de julio de 2009

Breve historia del separador de libros

Desde que el mundo de las letras se ha vuelto mi vida, hay un adminículo muy importante en mi papel de lector, ya sea por investigación o por placer; este objeto me ha acompañado en varias circunstancias y no cabe duda que el mejor de todos los cómplices que puede haber. Me refiero al separador de libros.
Tanta es mi curiosidad por saber su origen, sin embargo, ni las enciclopedias de biblioteca ni sus epígonos cibernéticos me sirvieron de algo; de lo que sí estoy seguro es que el separador de libros ha existido desde el principio de la vida impresa. Aquel listón de color rojo (no encuentro otro nombre para éste; se aceptan aclaraciones) que se integraba a los gruesos volúmenes forrados en piel, sirve para detener la lectura, pero también para reanudarla en el momento que el tiempo lo permitiera. Sin embargo, a medida que el libro evolucionaba, ya no se incluía esa cinta, por lo que alguna persona, con tal de no perder el hilo de la lectura, agarraba cualquier objeto y con éste detenía su lectura. Bolígrafos, billetes, la lista del mercado, boletos de tren o tranvía, fotografías, en fin... con cualquier objeto se tenía un separador de lecturas al minuto.
Creo saber que el siglo XX trajo consigo la creación del objeto que motiva estas líneas: el separador. Hecho de cartoncillo o papel, con imágenes o caracteres de imprenta sobre éste, al principio fue una excelente puntada para aquellos que gozan de la lectura; sin embargo, la diversidad de materiales para su elaboración no paró allí: cuero, estambre, plástico, madera, etc. Dependiendo de su fabricación, casera o industrial, el toque esencial lo otorga la creatividad con que se ilustraba, ya sea una frase célebre, la publicidad de un comercio determinado, algún cromo religioso, o sea, alguna ocurrencia que le viniera al artesano. Las grandes librerías en todo el mundo han sabido hacer del separador de libros un arte, tal es el caso de las librerías Gandhi aquí en México, con sus boutades lingüísticas y semánticas. Y qué decir de los que regalan en las librerías de viejo en Donceles, que rescatan una parte primordial de la plástica mexicana contemporánea. Precisamente, estas cualidades originan una nueva fauna de coleccionistas al respecto, quienes pasan de librería en librería recabando todos los estilos de separadores al respecto. (Y para rematar, cada temporada crea sus propias colecciones...)
No sólo las librerías tienen sus series de separadores, también algunas empresas comerciales sacan al mercado sus propias colecciones, al igual que los museos, las bibliotecas, las tiendas de souvenir, las casas de moda, y párole de contar: la lista es larga y esa ocurrencia en cualquier lado germina.
A título personal, sí, también soy coleccionista de separadores; sin embargo, al mismo tiempo que voy creando una colección, también hago uso de éstos, y para ello, les doy un tip: donde vean muchos separadores, ya sea una librería, la presentación de un libro o algo que se le parezca, hay que tomar suficientes ejemplares de ellos, sin olvidar que uno va directamente a la colección privada y el resto, al libro que se esté leyendo en estos momentos o, simple y sencillamente, intercambiarlo con aquella persona que coincida en estos menesteres. (Bueno, es como coleccionar timbres postales, tarjetas de beisbol o estampas de álbum, sólo que en versión cultural, a caballo entre lo mamila y el underground.)
Finalmente, a pesar de que no haya una historia oficial del separador de libros, cada quien le crea su propia historia. No faltarán empresas ni artesanos ávidos de comprobar su talento y sus propuestas mediante el uso del separador; lo único verdadero es el uso que siempre se le ha dado. Cada quien tiene algo que decir al respecto: sea como usuario, sea como coleccionista. (O ¿en ambos casos?) El lector tiene la palabra. Gracias mil.

martes, 14 de julio de 2009

Eduardo Lizalde: el tigre de la poesía

Cuando la diosa Fortuna se empeña en celebrar a las letras, no cabe duda que la lista es larga y las intenciones también. Ahora toca el turno al impecable poeta Eduardo Lizalde, quien hoy cumple 80 años, y cuya obra poética goza de cabal salud.
Alguna vez, luego de una mesa redonda en Bellas Artes, el poeta me dijo que le disgustan los homenajes y que se negaría a recibirlos. Siento decepcionarlo al decir que el mejor de todos, corre a cargo de aquellos lectores que disfrutan de su poesía, la cual, cabe decirlo, sigue suscitando nuevas y encontradas reacciones. También he de destacar el cuidado esmero que conforma a su obra ensayística, pero tampoco olvidar que Lizalde hizo una ligera escala en los terrenos de la narrativa, como lo demuestran el conjunto de cuentos La cámara y su inclasificable novela Siglo de un día.
Desde su casa libraria en la Ciudadela, la Biblioteca de México, donde también dirige la revista del mismo nombre, Eduardo Lizalde, como el tigre de sus poemas, se mantiene al acecho dentro de la vida literaria. Seguramente prepara un libro nuevo, siempre y cuando el tiempo se digne a escribirlo. Mientras tanto, y con esto ya me callo, comparto uno de sus poemas; mi favorito, cabe decir. Ustedes, de seguro, tienen su predilecto.
Mtro. Lizalde, en su cumpleaños 80, todo su séquito de lectores (presentes, pretéritos y futuros) le auguramos más vida, pero, eso sí, con más poemas suyos. ¡¡Muchas gracias!!


Bellísima
Y si uno de esos ángeles
me estrechara de pronto sobre su corazón,
yo sucumbiría ahogado por su existencia
más poderosa.

Rilke, de nuevo
Óigame usted, bellísima,
no soporto su amor.
Míreme, observe de qué modo
su amor daña y destruye.
Si fuera usted un poco menos bella,
si tuviera un defecto en algún sitio,
un dedo mutilado y evidente,
alguna cosa ríspida en la voz,
una pequeña cicatriz junto a esos labios
de fruta en movimiento,
una peca en el alma,
una mala pincelada imperceptible
en la sonrisa... yo podría tolerarla.

Pero su cruel belleza es implacable,
bellísima;
no hay una fronda de reposo
para su hiriente luz
de estrella en permanente fuga
y desespera comprender
que aun la mutilación la haría más bella,
como a ciertas estatuas.

domingo, 12 de julio de 2009

Un buen año bajo el sol de Toscana

Hace una semana, mientras revisaba con pocos ánimos el departamento de discos en el súper, me encontré un dvd que, por extraño que parezca, al fin se me concedió adquirirlo. Se trata de la película Un buen año (2006), dirigida por uno de mis cineastas favoritos, Ridley Scott.
Basada en la novela A year in Provence, del escritor británico Peter Mayle, cuenta la historia de Max Skinner (Russell Crowe), un ávido inversionista para quien no existen los fines de semana y sí las mil y un maneras de ganar dinero a montones. A raíz de la muerte de su tío Henry (Albert Finney), viaja al sur de Francia para encargarse del viñedo de su tío y esa estancia en Provenza hace que su vida de workaholic londinense comience a cambiar. (En un principio, pensaba vender la finca con todo y viñedo, sin embargo, las cosas le salen de otra forma.)
Mientras hace un inventario de las propiedades del tío, Max recuerda que las mejores lecciones de su vida, las recibió en aquellos lares; su tío Henry le enseñó a disfrutar de todas las cosas, y que si encontraba una muy buena, que no la soltara. Entre todas las sorpresas que recibe en Provenza, están la repentina aparición de una hija no reconocida de su tío, Christie Roberts, el empeño de Monsieur Duflot en cuidar el viñedo, y el reencuentro con Fanny Chenal (una Marion Cotillard en su mejor forma), quien termina por conquistar el corazón de Max luego de varios desencuentros. Precisamente, la aparición de estos personajes poco a poco afloja el ánimo mercantilista de Skinner y lo conmina a disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
La película, si nos ponemos estrictos, es un divertimento romántico dentro de la obra de Ridley Scott, luego de haber filmado Alien, Blade Runner, 1492, La caída del halcón negro y Gladiador, pero no es así. Al tratarse de una historia sencilla, Scott nos hace una atenta invitación para regresar a las cosas simples de la vida, a dejar de lado el accidentado estilo de vida citadino. Inclusive, un sello que distingue a Un buen año, es la excelente selección de música francesa de todos los tiempos, desde el clásico de clásicos Charles Trenet, pasando por el rockero Johnny Hallyday, hasta la hiperconocida Alizée y su "Moi... Lolita", misma que corona un importante segmento de la peli.
Días después de haber visto Un buen año, recordé aquellas opiniones que varios amigos me hicieron a priori: "Es como Bajo el sol de Toscana, pero en masculino..." Afortunadamente, el dvd de dicha película cayó en mis manos y ya puedo sacar mis conclusiones.
También basada en una novela, Under the tuscan sun, escrita por la norteamericana Frances Mayes, y llevada a a pantalla de plata por Audrey Wells en 2003, cuenta la historia de Frances (Diane Lane), una novelista quien luego de su divorcio, viaja al norte de Italia a instancias de sus amigas para olvidarse de aquella mala pasada del destino. Sin embargo, el propio azar la invita a quedarse en Cortona, donde compra una vieja villa toscana sin saber qué cosas sucederan. Aquella descabellada ocurrencia le regala la amistad de Catherine, una actriz que transpira a cada paso las enseñanzas de Federico Fellini, y de un grupo de albañiles polacos quienes la hacen sentir como en familia. (Uno de ellos, Pawel, la toma como su celestina y protectora para así ganarse el amor de una niña del lugar.) Entre todas esas cosas, Frances recupera la chispa creativa y logra escribir su novela y ver que la vida siempre tiene una gran sorpresa para todos.
Ahora bien, seguramente más de un lector me dirá: "¡Pero sí son la misma cosa!" Siento decepcionarlos. Claro está que ambas películas (diría lo mismo de las novelas que les dieron origen) incitan a disfrutar de las cosas simples de la vida, de saber que sólo el carpe diem rige todo eso. Las diferencias, si se me permite, son las siguientes.
  • En Bajo el sol de Toscana, Frances busca cerrar una herida reciente; en Un buen año, Max recupera de su pasado los elementos para vivir mejor su presente.
  • Mientras Frances busca desesperadamente al amor de su vida en el primer parroquiano que se le presenta, Max descubre que las promesas de amor hechas en la infancia, después de un largo tiempo, aún gozan de cabal salud.
Y ahora, van las semejanzas. Mientras ambos reordenan su vida, no reparan en ayudar a sus semejantes: Frances le da sentido a los sueños de Catherine y Pawel, mientras que Max inspira nuevos ánimos a Duflot y Christie. Al final, esos detalles se ven recompensados con un nuevo amor que llama a la puerta. (Si se me escapan más cosas, digno es que vean las películas.)
Cierro estas líneas con una invitación para que se acerquen tanto a las películas como a las novelas que las originaron. (Confieso algo avergonzado que no he leído ninguno de los libros, pero haré lo posible por hacerlo algún día.) De algo estoy seguro: que al terminar de verlas, se verá la vida de otra manera, y saber que las mejores cosas que nos regala el tiempo, como el comercial de conocida tarjeta, no tienen precio, ¿verdad?

viernes, 10 de julio de 2009

Alejandro Jodorowsky ataca de nuevo

Para los activos y nuevos fans del chileno Alejandro Jodorowsky, anoche con la proyección de la película Fando y Lis por Canal 22, queda más que evidente la pluralidad con que este canal se ha movido a lo largo de casi dos años, cuando el novelista Jorge Volpi asumió su dirección. Para los cinéfilos de horas 24, fue una celebración de un cine que aún origina reacciones encontradas, a pesar de los cuarenta años de haberse filmado. Para los cinéfilos de nuevo cuño, el descubrimiento de un mundo nuevo. Sin embargo, ante todas estas respuestas, digno es voltear la mirada hacia el hombre detrás de esas películas, las cuales, cabe decir, hasta hace no pocos años, sólo circulaban en los sectores universitarios y, con un poco más de cuidado, hasta en la piratería.
Alejandro Jodorowsky Prullansky nació el 7 de febrero de 1929 en Tocopilla, pequeña ciudad al norte de Chile, en el seno de una familia judía. Desde muy temprana edad se acercó a la literatura, demostrando ser un ávido lector. Como sus intereses eran muy variados, viaja a Santiago, la capital, donde estudia la carrera de Medicina, misma que deja de lado para dedicarse a la Filosofía y a la Psicología. Además, se desempeña como mimo, bailarín y dibujante. Como buen escritor chileno en ciernes, se acerca a un importante grupo literario conformado por Pablo de Rokka, Nicanor Parra, Enrique Lihn, y teniendo como figura tutelar al gran Pablo Neruda. Jodorowsky alcanza cierta notoriedad al publicar sus primeros poemas, pero en el teatro se daría en su mayor expresión. En 1953 escribe su primera obra, El minotauro, y viaja a París para estudiar pantomima con Étienne Decroux, maestro de Marcel Marceau. Como integrante de la compañía de éste, viaja a México donde Salvador Novo y Rubén Broido lo convencen para quedarse y seguir haciendo lo que más le gusta: las marionetas, la pantomima y la dirección escénica; todas las obras que dirigió en México generaron, sobra decirlo, enconadas reacciones que lo mismo replantearon la perspectiva del teatro mexicano que suscitaron actos de censura. Y mientras se daba todo esto, Jodorowsky funda en París, junto al español Fernando Arrabal y el francés Roland Topor un nuevo movimiento artístico, el Pánico, donde cuestionaron a los anquilosados surrealistas y regido por tres cosas: terror, humor y simultaneidad.
Como los intereses artísticos de Jodorowsky son infinitos, en 1968 ingresa al mundo del cine (con muchas respuestas negativas por parte de los dinosaurios de la industria) con una película muy peculiar: Fando y Lis, basada en la obra teatral homónima de su amigo Arrabal, donde cuenta la travesía de una pareja de novios en busca de Tar, lugar ideal donde se halla la felicidad. Dicha opera prima genera tremendo escándalo, pero también un nuevo séquito de admiradores, que se consolidó con el estreno de El Topo (1970), una especie de western con toques de budismo zen. (Jodorowsky nos corrige: es un eastern.) Músicos de la talla de John Lennon y George Harrison ponderaron el trabajo del artista chileno.
Para 1973, y luego de sus primeras películas ganaran incontables premios en México y en el extranjero, Jodorowsky filma su trabajo más ambicioso: La montaña sagrada. Y las reaccione no se hicieron esperar; por una escena filmada afuera de la Basílica de Guadalupe, la Iglesia publicó una revista de ¡¡150 páginas!!, pidiendo la muerte del artista y acusándolo de hippie y sacrílego. Pero a Jodorowsky no le importó en lo absoluto esto. Su controvertida película aún circula y hasta motiva a la reflexión. Y como los alcances artísticos no paran, su siguiente empresa sería aún mayor: la adaptación fílmica de la novela Dune de Frank Herbert, para la que requirió la participación del actor Orson Welles, del pintor Salvador Dalí y del grupo Pink Floyd, a la que se unieron los dibujantes Moebius y H. R. Giger. Al final, dicho proyecto no se realizó, gracias a un boicot de Hollywood. (Sin embargo, algunos de los esbozos que Moebius y Giger hicieron para Dune, se emplearon para algunas secuencias de Star Wars y Alien, respectivamente, y David Lynch acabó por filmar su propia versión de Dune.)
Mientras Jodorowsky esperaba el momento idóneo para regresar al cine, se dedicó a la escritura de comics (junto a Moebius) y novelas de trasfondo autobiográfico, al igual que las lecturas de tarot, la psicogenealogía (estudio introspectivo del árbol genealógico) y la llamada psicomagia, donde retoma elementos chamánicos de las culturas autóctonas de México y Estados Unidos, y los fusiona con el teatro y el psicoanálisis. Para 1989, el cine regresa a su vida con Santa Sangre, película donde retoma de cierta forma el mito de Edipo. (Y la controversia no se hizo esperar...)
Finalmente, hablar de Alejandro Jodorowsky es una manera de acercarse a sus obras, sea en el género que se trate. Afortunadamente, Canal 22 proyectará el jueves próximo El topo, y el 23, La montaña sagrada. (La carretada de correos electrónicos en contra no cesará, pero al menos se logra difundir una obra única en su género.) Que esto también sirva para celebrar a un artista que llega a los 80 años tan joven como siempre, aunque Jodo se incline a decir que nació con el Universo. Verdad que sí.

jueves, 2 de julio de 2009

Emmanuel Carballo: el último francotirador

Casi como antesala de los sucesos venideros de 2010, la ronda de las efemérides se empeña en celebrar a dos genios de las letras mexicanas casi al hilo; si hace dos días, el festejado era un poeta, José Emilio Pacheco, hoy le toca el honor a un crítico de mirada afilada: Emmanuel Carballo, a quien anoche le fue entregada la Medalla Bellas Artes por sus 80 años. Pero vayamos por partes.
Emmanuel Carballo Chávez nació en Guadalajara, Jalisco, en 1929. Como a varios de sus paisanos, entre los que se cuentan Juan José Arreola, José Luis Martínez, Antonio Alatorre, entre otros, tuvo desde temprana edad un acendrado interés por las letras; mismo que lo llevó a publicar en revistas de la capital tapatía, donde Carballo inició su camino literario gracias a la poesía. Sin embargo, sería el ensayo su toral y verdadero campo de acción.
Al igual que sus coterráneos, viaja a la ciudad de México para proseguir sus caminos literarios. Junto a Carlos Fuentes anima la primera (y verdadera, según él) época de la Revista Mexicana de Literatura, que sienta un connotado precedente en las letras mexicanas. (Aquellos jóvenes autores, quienes publicaron sus primeras obras en sus páginas, hoy en día son las luminarias colmadas de premios y homenajes. ¿Verdad, JEP?)
A partir de 1958, Emmanuel Carballo incursiona en el género nada despreciable de la entrevista; un oficio meramente periodístico se volvió en él una prueba de vida. Su finalidad: conocer qué cosas hay detrás de los autores de las letras mexicanas, protagonistas de una época más que productiva. Desde José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Artemio de Valle-Arizpe, pasando por Ramón Rubín, Salvador Novo y Agustín Yáñez, hasta llegar a Carlos Pellicer, Juan José Arreola y Carlos Fuentes, Carballo no sólo repasaba épocas, estilos y manías, sino también rescataba del olvido algunas cosas que, de no haber sido por él, muchas investigaciones al respecto no existirían. En 1965, el primer esfuerzo de esa empresa llevó por nombre Diecinueve protagonistas de la literatura mexicana. Dos décadas más tarde, la inclusión de otra señera figura al elenco, Elena Garro, condujo a que Carballo suprimiera el diecinueve del título y dejarlo tal y como hoy lo conocemos: Protagonistas de la literatura mexicana. En 1994, en un afán interminable por corregir y aumentar su obra, hace ligeras pero significativas adiciones a las cosas que dijo sobre los primeros antologados, pero también incluyó dos nuevos autores a ese non elenco: Mauricio Magdaleno y Juan Rulfo. Y como don Emmanuel quiere saldar cuentas antes que el tiempo le dé alcance, en la edición definitiva de 2005, finalmente incluye a Octavio Paz, con quien tuvo varios y enconados episodios de box intelectual en su vida.
En la obra de Emmanuel Carballo, además de su lectura de los clásicos mexicanos del siglo XX, también se dio tiempo para la crítica literaria. Dada su fama de puntilloso lector, lo mismo hacía pomada la obra de una figura consagrada que la de un novel autor. Los juicios de Carballo eran como balas expansivas: siempre daban en el blanco y generaban reacciones encontradas. En este rubro, se ganó en cierta manera el título de francotirador de las letras mexicanas. Incluso, este adjetivo dio nombre a una de sus compilaciones más famosas: Notas de un francotirador.
Entre la crítica y el rescate literario, Carballo dedicó una parte de su tiempo para escribir sus memorias (Ya nada es igual) y regresar muy brevemente a la poesía (Eso es todo). Aunque eso, cabe decir, no lo exime de seguir generando polémica. Algunos críticos actuales han reconocido el magisterio y la influencia de Carballo, pero aún le reprochan su retiro parcial de las letras. El último francotirador deja el campo de batalla y se dedica a reconstruir una vida puercamente vivida.
Termino estas líneas con una invitación y un reconocimiento. La invitación expresa para acercarse a las letras mexicanas mediante la lectura de sus obras; a pesar del tiempo transcurrido, aún suscitan tanto interés como debate. Y mi sincero reconocimiento a don Emmanuel por una vida, dicho en sus propias palabras, "puercamente vivida". Mil gracias.