domingo, 15 de junio de 2008

Primeras tardes en El Colegio Nacional

Como mencioné anteriormente en alguna entrada, en mis mocedades preparatorianas leía la revista Vuelta, encantado por los textos, los temas allí publicados. Pero me faltó mencionar cierto detallito que me interesó desde aquellos días. Entre los anuncios de la revista, destacaban los de una insigne institución con una larga prosapia cultural en México: El Colegio Nacional. Obviamente, dicho anuncio era para promover las publicaciones que edita el propio colegio. Me quedé con ganas de conocerlas, pero años después, en la Feria de Minería, se me dio la oportunidad para ello.
Los primeros libros que compré fueron los tres tomos de las obras de Salvador Elizondo, mismos que leo a cuentagotas, dado que Elizondo requiere su buen tiempo, pero mis escalas en los stands del colegio no se limitaron al Palacio de Minería, sino también a la FIL Politécnica, en agosto, y a la Feria en el Museo de Antropología, en septiembre. (Cada escala, libros nuevos.) Ante mi persistencia en cada feria, varios empleados del colegio, quienes me vendían los libros, me invitaron a visitar su lugar de trabajo, sea en los ciclos de conferencias, sea en su biblioteca para consultar las obras de los miembros. Sin pensarlo tanto, acepté y prometí asistir. Nunca pensé que mi primera visita la suscitaría un suceso luctuoso: el homenaje a Beatriz de la Fuente, allá por septiembre de 2005, donde me encontré a Ascensión Hernández de León-Portilla, a quien saludé. (Fue el único rostro amigo que vi por allá.)
Dos meses después, llegó la hora de mis primeras conferencias, en su sede, ubicada en la calle Donceles; éstas versarían sobre los 100 años de Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío, e impartidas por José Emilio Pacheco. Durante tres días, a las 6 p.m, tuve la fortuna de escuchar a un escritor en su estado puro. (Recuerdo que el primer día, en el segmento dedicado a los comentarios del público, tuve la fortuna de expresarle el mío al Mtro. Pacheco, el cual no cesó de mencionar al siguiente día. Pero mi buena impresión de él no quedó allí: al final de su sesión, procedió a firmar los libros de los asistentes. Cuando llegó mi turno, quedó tan maravillado al ver mi ejemplar de Tarde o temprano, que me corrigió, de puño y letra, una errata en la pag. 109. ¡¡Qué cosas!!)
A la semana siguiente, pero a las 7 p.m, Fernando del Paso impartió un ciclo de conferencias sobre la Iglesia y el Holocausto, del cual me quedé con una buena impresión, pero a la hora de los autógrafos, solamente estampó su firma en los libros de los asistentes. Uno de los míos, el tomo 3 de sus Obras completas, además de mi nombre y su rúbrica, agregó un ¡Gracias! (Tal vez hizo eso muy pocos, no lo sé...)
Pero la verdadera prueba de fuego llegaría en mayo-junio de 2006, cuando Enrique Krauze impartió su primer ciclo de conferencias; en aquella ocasión sobre la biografía. Durante ¡¡cuatro días!!, conocí algunas cosas que no sabía de él, pero confirmó otras que antes ya había presentido. Además, allí sí me serví con la cuchara grande, porque le hice una pregunta que apenas pudo responder. (Se la hice en la Academia Mexicana de la Historia, pero nunca respondió.) Ahora espero los ciclos venideros donde sea el protagonista.
Sin embargo, mis escalas en El Colegio Nacional fueron disminuyendo a medida que el INEHRM y la Academia Mexicana de la Historia ocuparon mi agenda, pero siempre hacía esfuerzos para volver, aunque sea un poco. Hace un año, lo logré en menor medida, durante el Homenaje a José Luis Martínez; a principios de este año, en la conferencia de Luis Fernando Lara, y la semana pasada, en una mesa redonda moderada por Héctor Fix-Zamudio y Diego Valadés. En todos los casos, era como si hubiera transcurrido un solo día.
Siempre es grato pasar la tarde en El Colegio Nacional. Llego una hora antes de las conferencias para caminar por sus pasillos, subir sus escaleras y contemplar la bellísima fuente que se halla en el patio que colinda con la calle de Luis González Obregón. Además, varias de mis amistades surgieron allí, mismas con las que ahora coincido en San Ángel. No me cabe la menor duda que son tardes gratas, las primeras y de las mejores. Verdad que sí.

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