viernes, 30 de mayo de 2008

Camisa de guerra

Un poema muy conocido de José Francisco Conde Ortega, que forma parte de su libro Los lobos viven del viento, comienza con el siguiente verso: "La camisa es una forma de comenzar el día". Para quien escribe, irredento adicto a tal objeto, suele ser así. Mejor me explico.
Comencé a usar camisas desde mis años preparatorianos y todas han llegado a la categoría de casaca, uniforme e inclusive armadura, debido a mi constante ir y venir por bibliotecas, ferias del libro y hasta manifestaciones en el Zócalo. Sin embargo, centraré mi atención en una de gran estima y valor para quien escribe. Se trata de una camisa Polo Ralph Lauren color azul tenue que lleva cerca de cuatro años conmigo, desde que un primo por vía materna me la obsequió.
Desde la primera vez que me la puse, descubrí que formaría parte de mi ser y hacer postrero. Es más, le daba una excesiva importancia que me encargaba personalmente de lavarla, plancharla y acomodarla en el closet. Más que una camisa como cualquier otra, era un especie de uniforme, una camisa de guerra, si se quiere ver así.
Ha sido testigo de varios de mis encuentros con las letras y la historia; lo mismo acompañándome en presentaciones de libros, mesas redondas y hasta plenarias impartidas por gente de la talla de Enrique Krauze. Precisamente, en una de éstas, conocí a una mujer de belleza intransferible, quien me hizo pasar un buen año, 2005. Cada vez que concertábamos una cita, una noche antes de nuestro encuentro, alistaba mi prenda favorita y, de antemano, ya tenía el día hecho. (Lo único que le faltaba era un beso de carmín estampado sobre el cuello de la camisa, mas nunca sucedió.)
Entre tantos trajines, sea para leer mis primeras obras ante un público de villamelones, sea como asistente a un evento con toda la gala del mundo, el tiempo comenzó a pasarle factura: el cuello se abrió paulatinamente, las mangas se adelgazaron y aquel azul tenue del primer día se tornó casi transparente. Era el anuncio para retirarse o morir en batalla. Al final, ganó el retiro, pero éste se dio con toda la gloria del mundo: luego de una mesa redonda, compuesta por varias amistades mías, mi camisa sólo pasó a uso privado, es decir, sólo la usaba en la casa mientras hacía las labores propias de mi sexo.
Cuenta Fernando del Paso, en su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, que hacía varios años, mientras se instalaba en su nuevo departamento en Londres, encontró una camisa que había olvidado el anterior inquilino, José Carlos Becerra (poeta non y amigo suyo, además de todo). Luego de la faltal noticia del deceso de su amigo, Del Paso conservó dicha prenda y cuando la angustia lo inundaba, se la ponía para sentirse -por así decirlo- protegido y hasta con mayores ganas de escribir. (Aunque ahora esté rota y con la tela adelgazada por el tiempo y los viajes, Del Paso aún sigue con ese ritual.)
Llegando a casa, me pondré esa camisa por última vez. La despediré definitivamente de la mejor forma: luego de leer algunas páginas del libro que ahora leo (Soldados de Salamina, de Javier Cercas), plantarme frente a la máquina eléctrica de escribir y llenar varias hojas, y de beberme un Rioja a su salud, despedirla sin más ni más, coincidiendo por completo con aquel verso de Conde Ortega. (Sí, una camisa es una forma de comenzar el día, pero también de acabarlo y bien.)

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