martes, 5 de febrero de 2008

Leaving Port Memories: La vida en el portafolios

Cuando oficialmente comenzó mi vida escolar (al entrar a la primaria, para ser preciso), a diferencia de mis compañeros, que llevaban una flamante mochila colgada de su espalda, yo había optado por un objeto que tenía los mismos fines, pero de naturaleza diferente: un portafolios. Y más aún si el mío estaba hecho de madera. (Mi papá lo había hecho para emplearlo en sus días de burócrata, pero quien escribe se lo apañó primero.) En las primeras semanas, era un aliado infalible, hasta que la llegada de mis (primeros) libros de texto gratuito, lo relegó a un segundo plano, dada la necesidad de llevar todos los aditamentos escolares juntos y no aparte, como según me lo planteaba. (Fue un retiro forzado, sin duda, del que sólo me quedó resignarme.) Y así pasé, sin oponer resistencia alguna, a las huestes de la mochila samsonite -el resto de mi primaria- y a las del backpack en los primeros años de la secundaria.
Al comenzar el tercer año, llegó a mis manos, gracias a mi padre, un portafolio samsonite grueso, de color azul, que cumplió buena parte de las cosas para las que estaba hecho: guardar todos los libros de texto -entre éstos, uno que coescribió mi querida Rosalía Velázquez, por cierto-, los cuadernos y los lápices, y aún con toda esa carga, tener espacio para un boing de guayaba, una bolsa de papas fritas y hasta para un ejemplar del Novedades y otro del Tele-Guía. Pero además servía -no lo niego, claro está- como tumbaburros a la hora de la salida o como silla emergente cuando esperaba el camioncito de regreso. (También confieso que sirvió para guardar ropa a la hora de irme a casa de unos primos y tomar con ellos clases de regularización en Matemáticas. Gracias a ello, mi tía me obsequió la llave que me faltaba para cerrarlo.) Con todo este rítmo de trabajo, mi querido portafolios me duró una temporada algo larga, digamos que hasta segundo semestre de preparatoria, porque compré otro, de vinil y con fuelle para que se ampliara conforme a las cosas que le metía. De cualquier manera, siempre lo tenía lleno hasta el tope.
Al entrar a la carrera de Letras, ya tenía otro de segunda mano, negro y ejecutivo, como el usado para guardar los dólares en las películas. (Ahora ese modelo ostenta el nombre de Bejarano, por aquello de "no me cierre el maletín". Chistes aparte.) Y me duró hasta que un error en la combinación le dio en toda la chapa. Entonces ya había pasado el tiempo y adquirí dos portafolios de refresco: uno café, con correa para llevarlo al hombro, y otro guinda (con el escudo del sindicato de electricistas), que aguantaba de todo. Y ahora que los menciono, paso a recordar sus andanzas.
Con el portafolios café, tuve mis primeros encuentros con las Letras, es decir, que lo llevaba a cuanta presentación de libros se avecinaba. Además, cuando me tomaba días libres, con sólo guardar una libreta, dos libros de lo-que-sea, tres bolsitas de cacahuates japoneses, un juego de pluma y lapicero, y algunos boletos de metro, ya estaba listo para explorar la ciudad de México, en busca de la inspiración para escribir, escribir y escribir. (El Fondo México de la Biblioteca Vasconcelos era mi oficina, debido al porte y a la seguridad con que llegaba, abría mi valija, sacaba mis artículos de trabajo y me ponía a escribir. Algún día escribiré algo al respecto.) El portafolios guinda, por el contrario, tuvo otro desempeño: también servía como oficina portátil como el otro, pero más bien era como una valija de vendedor de enciclopedias: llena hasta morir. Aparte de los instrumentos de escritura, también le cabían libros de historia (fue mi complice en todos los eventos de la Academia Mexicana de la Historia cuando corrían mejores días), gacetas, separadores, postales y demás publicidad que regalan en las librerías; botellas de agua, tortas banqueteras, encargos editoriales de colegas y hasta funcionó como un bunker personal en todo coloquio al que asistía. Con este impresionante tren de vida útil, se acabarían de volada, mas no fue así. (Retiré el café por una temporada, mismo que me servía de refresco para el otro, pero seguía en activo.) Con todo y sus limitantes, rebasaron toda expectativa. El guinda, luego de acompañarme mientras socorría a una princesa del palacio de hierro en peligro, una tarde lluviosa de julio, a la semana siguiente lo retiré, no sin antes darle el adiós que se merecía. (Para mí, era como el tramp steamer de una novela de Álvaro Mutis.) Respecto al café, como los buenos soldados, merecía morir en batalla. La semana pasada, después de una larga jornada por la ciudad de México, y con revistas, gacetillas, separadores, libros que me habían regalado sus autores y encargos documentales en su interior, ayer por la tarde tuvo sus funerales como todo un jefe de estado.
Estas palabras, amén de convertirse en un capítulo más de mis Leaving Port Memories, sirvan como un homenaje a mis adminículos de trabajo más queridos, en los que llevé -literalmente- toda mi vida. Claro está que las cosas son para usarse y luego desecharse al rebasar toda su funcionalidad, pero siempre quedará presente el tiempo compartido y las cosas que se alcanzaron gracias a su leal, incondicional y certera compañía. (El tiempo traerá un nuevo compañero de batalla, no lo dudo, pero mientras llega, digno es que la memoria deje bien asentada esa impresión. De verdad.)

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