miércoles, 19 de diciembre de 2007

Lonesome Traveller: Salvador Elizondo

En literatura como en la vida, sobran los heterodoxos. Pero en el rubro meramente literario, la heterodoxia, en la creación de una obra o al expresar una actitud ante el mundo, es carta obligada de navegación. Y en la literatura mexicana, en específico, sobran estos exponentes. Sin embargo, y como una forma de celebrar el aniversario 75 de su nacimiento, dedicaré las siguientes palabras a un heterodoxo de tiempo completo: Salvador Elizondo, cuya obra -sobra decirlo- se encuentra a la vera del camino editorial en busca de su lector idóneo: objetivo primordial que siempre tuvo el autor al escribir sus obras.
Elizondo, como todo escritor que se respete, transitó por todos los géneros, de los cuales nada parece tener desperdicio alguno. Hijo de un productor cinematográfico y de una sobrina nieta del poeta Enrique González Martínez, creció rodeado de libros y de películas, mismos que le dieron un impresionante bagaje cultural en su obra de factura postrera. Su aparición en las letras mexicanas se dio de dos formas: una, con el libro Poemas (1960) en edición de autor, y la otra, más conocida, con la novela Farabeuf (1965), obra que mereció el premio Xavier Villaurrútia al año siguiente. A diferencia de sus contemporáneos que transitaban los caminos de la narrativa urbana mexicana y la experimentación al estilo de la nouveau roman francesa, Elizondo simplemente plasmó sus obsesiones, sin importarle en absoluto los resultados. En la confección de Farabeuf, aplicó una técnica cinematográfica, el montaje, cosa que le confirió a la obra en cuestión no sólo una, sino dos o hasta más lecturas. (El mismo procedimiento se observa en otra novela, El hipogeo secreto.)
Por el lado de la narrativa corta, exploró (y explotó también) los senderos de la varia invención; algunos de sus cuentos rozan universos rulfianos y borgesianos (Narda o el verano), mientras que otros, funcionan bajo el pretexto del ensayo, el diálogo y hasta la falsa crónica (El retrato de Zoé, El grafógrafo o algunos textos de Camera lúcida). Al terminar de leerlos, hay un cierto desconcierto en cómo recibimos esas obras. Pero si estamos conscientes de que la cualidad primordial para sumergirnos en su lectura es el juego, habremos dado el primer paso.
Otro aspecto a notar dentro de la obra elizóndica, es el apego a la memoria. Esta condición se ve de dos formas: una, la memoria del mundo, es decir, la crónica de los días presentes que, pasado mañana, se volverán permanentes. Mejor ejemplo de ello, es el ejercicio del periodismo, dentro del cual, Elizondo ha escrito artículos de impecable valor estilístico y documental. (Contextos, Estanquillo y, recientemente, Pasado presente, son prueba de ello.) Y, por el otro lado, la memoria propia, la personal. (El ejercicio público de ésta, queda más que demostrado en la novela corta Elsinore, y el privado, en los cientos de diarios personales que el autor llevó en vida.)
Ante todo esto, aún permanece en vilo seguir considerando a Elizondo un autor heterdoxo, si toda su obra es más que un compromiso con la escritura, o sea, de cuño ortodoxo. Más bien, su verdadera ortodoxia fue la escritura misma; los temas, claro está, ya buscarán su propia heterodoxia. Mejor que juzgue el lector, a quien la obra de Salvador Elizondo debe convencer, para luego, dejarse convertir. Después de todo, las obras tienen la última palabra.

No hay comentarios.: