viernes, 17 de agosto de 2007

Leaving Port Memories: Ferias del libro

Una de las satisfacciones que tengo desde que comencé a estudiar Letras Hispánicas, es la frecuente visita a las ferias del libro, donde siempre termino por comprar algo. (Minúsculo, pero significativo.) Además, y paulatinamente, no sólo la oferta es editorial, sino también vivencial. Procedo a recordármelo.
La primera feria a la que asistí fue en el Palacio de Minería, hace alrededor de seis años. En aquel momento, era un joven ingenuo cuya biblioteca apenas era un proyecto. Y como tal, sólo le sacaba jugo a la carpa de ofertas y saldos de la UNAM, donde compré quince libros de poesía ¡¡de a peso!! (Aún así, la bolsa pesaba que daba horror.) Y desde allí supe que siempre volvería a Minería, sea como sea. La sentencia sí se cumplió.
Al año siguiente, no me animé a entrar al Palacio, pero fue en octubre de 2002 cuando Minería me hizo parte de sí. Durante tres días, de 8 a 8, en el marco del Homenaje Internacional a Felisberto Hernández en el Centenario de su nacimiento. Las pausas para comer y antes de las conferencias, a veces las ocupaba para leer, pero el ambiente editorial no era el mismo. (Aunque, he de confesarlo, Minería me dio una oportunidad de oro por ese tiempo, de la que me ocuparé en otro momento.)
A partir de marzo de 2003, se hizo oficial mi asistencia a las Ferias del Libro. Primero en Minería, acompañado por algunos colegas míos con quienes pasé largas horas y felices momentos comprando libros y caminando por los pasillos del palacio, mientras oía "Merry Christmas, Mr. Lawrence", de Ryuichi Sakamoto en el discman de un colega. (Allí mismo, tuve un reencuentro con una mujer, cuya infaltable amistad agradezco hasta la fecha.) Desde ese día, acuñé una frase que -ocasionalmente- es mi escudo de armas: Nada como volver a los viejos puertos.
El viento editorial me llevó hacia otras aguas, las del Politécnico, cuya feria anual me trajo de una manera extraña: siempre había creído que sólo vendían libros técnicos y aún así asistí. Craso error al creerlo, porque sí había libros técnicos y también literarios, lo que ya le puso sabor al asunto. De visitante fantasma en el Ex-Convento de San Lorenzo, en el Centro Histórico, me convertí en elemento decorativo en Zacatenco. No me arrepiento. (Además, contrariamente a Minería, a ésta siempre termino por asistir solo. ¿Destino? Me temo que sí...)
Los años pasan y las ferias también, pero con sensaciones e intenciones distintas. En los últimos dos años, y en marzo, precisamente, estuve muy bien acompañado. En 2006, por una niña que me quitaba el sueño -¡¡y el presupuesto!!-, que terminó por seguir su camino. Mientras el tiempo se detuvo en Minería, coincidimos con Javier Garciadiego, se portaba como chiquilla en dulcería en los stands de materiales didácticos y libros infantiles, y quien escribe, bueno... digamos que le hacía el día a sus (ahora) amigos de El Colegio Nacional. Cosas que pasan.
Este año, en Minería y también acompañado por una inteligente y sincera amiga, los papeles se cambiaron: me tocó estar como niño en juguetería, irradiando felicidad por los cuatro costados. (Ahora que me acuerdo, creo que la traía de cabeza. Suele pasar.) Son oportunidades que no dejo de disfrutar y, claro está, de agradecer.
Casi a punto de cerrar el conducto de la memoria, pienso que cada año trae buenas ferias, con sus respectivas compañías para comprar, aunque no sea libros, al menos tiempo y unas ganas de pasarla bien con alguien muy caro a nosotros. (Bien sé que para 2008, en Minería, estaré muy bien acompañado por una hermosa e inteligente mujer; seguramente distinta respecto de años anteriores. En Zacatenco, si el destino sigue jugándome bromas pesadas, regresaré solo. Pero, a pesar de estas certidumbres, conservo viva la esperanza de que la historia cambie en el Museo de Antropología, cada septiembre. Se vale soñar.) De cualquier manera, los libros como las mujeres, requieren su propio tiempo y siempre es saludable volver a los viejos puertos, pero con ganancias distintas. Verdad que sí.

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