martes, 3 de julio de 2007

El indiscreto encanto del súper

Gracias a los caprichos de la lluvia (o del presupuesto, debería decir), hice forzosas escalas en un lugar al que, por lo menos una vez en la vida, hemos caído. Más aún, cuando la despensa de la cocina o el espejo del baño nos piden a gritos una inmediata respuesta.
La tienda de autoservicio (supermarket en inglés, del que se derivó el apócope súper, muy usado en México) nació con los inminentes avances de la sociedad, pero más en concreto a las innovaciones tecnológicas. ¿Por qué? En los años 50, en plena fiebre por sentirse absolutamente moderno, el súper fue la certera respuesta para los postreros avatares del comercio. Su ventaja: que el cliente se atienda a sí mismo y la variedad de productos para cumplir con sus necesidades diarias. Su desventaja: desaparece el trato personal, aún persistente en mercados y estanquillos. (Esos lugares serán materia de otras colaboraciones, por mientras no.)
Ahora bien, a casi 50 años después de su creación y conscientes de su presencia, habría que preguntarnos ¿qué hacemos en el súper? Además de comprar el jabón para los trastes o los ingredientes para una opípara cena, precisamente la variedad de productos nos otorga una ventaja: escoger lo que más te plazca. Sin embargo, aquella persona que entra por azares del destino, tiene de tres sopas:
  1. Comprar alguna cosa que, supuestamente, le hace falta para la comida, la limpieza de la casa, o algo que se le asemeje. La mayoría elige esta opción, aunque un domingo pambolero termine por volverse la nota cantante.
  2. Pasearse por todas las secciones, cual estratega napoleónico, hasta que una de éstas le genere atención. Si después de 30 minutos, no está convencido de llevarse algo, por mínimo que sea, se puede retirar de allí sin problema alguno.
  3. Resistir, como parte de esas comitivas muégano (o sea, acompañando a otra persona), el tiempo de estancia. Y más aún si es una mujer: ella sabe (¡¡y muy bien!!) que nuestra impaciencia se paga y mal.
Diametralmente opuesto a estos casos, está el esteta del súpermercado, o sea, quien se adentra en las entrañas del autoservicio con la misma maestría con la que Jacques Cousteau se sumergía en el océano. A esta rara avis, le da lo mismo comprarse un six de agua Perrier, una bolsita de chocolates Turín rellenas de rompope, que adquirir todo el stock de revistas o unas latas de salmón, calamar o lo que su estómago gourmand le dicte. (Son los menos, pero ¿quién no lo ha hecho alguna vez en su vida? El que esté libre de pecado, que lance las primeras bolsas.)
Por último, luego de concretar las compras, viene lo mero bueno: formarse para pagar. Las pletóricas filas en cada caja (que hacen ver las de la Embajada Estadounidense como de tortillería) elevan a deporte olímpico el lanzamiento de bolsa -u otros enseres- desde una no tan sana distancia entre el carrito y la caja. (O viceversa.) También es de esperarse proferirle a la cajera los típicos "No me alcanza, mejor dejo algo", "Espérese que me falta una cosa", y los clásicos contemporáneos "¿Me puede sellar mi boleto de estacionamiento?" y "Sí, acepto el redondeo", por decir algunos. (Propondría lo siguiente: quien aguante media hora en la fila sin inmutarse por x, y, z razones, a ésa persona se le debería devolver parte de su cuenta sólo por permanecer ecuánime en la fila. Se vale soñar.) Sin embargo, habría que recordar para estos casos la Ley de Monsieur Etorre: "La otra fila se mueve más rápido". El resto saldrá por añadidura.
Finalmente, no podemos prescindir del súper, porque al ser parte de nuestra vida, suele verse como el termómetro social más efectivo. ¿No lo creen? Les propongo esto: dénse una vuelta por todas las secciones y fijen muy bien la mirada. Luego, reflexionen y díganse cuáles son las secciones que continuamente se mantienen ordenadas y con todos los productos habidos y por haber. Si coinciden con las secciones dedicadas al ocio, la limpieza y la alimentación, todo lo demás viene por delante. Ah, ¡¡y suerte con las filas!!

2 comentarios:

La niña Fonema dijo...

a mí siempre me ha encantado hacer el super...
y soy incapaz de comprar un sólo artículo de cada cosa que llevo, de modo que cuando salgo parece que estoy armando un refugio antibombas o cosa así...
además, al salir siempre se puede tomar un helado!!!
además, qué serían ciertos domingos sin el sushi de superama?

Anónimo dijo...

con todo y todo es más barato que el psicoterapeuta, esta comprobado sobre todo en el caso de las feminas "la inversión en el super es directamente proporcional a tu estado de animo" yo como paquita he gastado en el super "por orgullo, por despecho y por placer"
besos.