martes, 26 de junio de 2007

Lonesome Traveller: Otto-Raúl González

Para quien la poesía es una forma de vida, ha de saber que nunca morirá del todo ni su persona ni su obra. Y en el caso del guatemalteco-mexicano Otto-Raúl González, esto queda bien aplicado.
Radicado en México desde los años 40, y con su primer libro bajo el brazo, Voz y voto del geranio, Otto-Raúl González dedicó sus mejores años al ejercicio de las letras, sea para alimentar a su familia (el periodismo), sea para alimentar el alma (la poesía). Para la cosmovisión del guatemalteco, ningún tema le era ajeno. Solía pasar, rampantemente, de la estampa dedicada a destacar los dones de la naturaleza, pasando por la alabanza desmedida a grandes figuras como, por ejemplo, Juárez, Zapata o Joan Baez, y luego, de ida y vuelta, dedicar sus talentos al elogio y alabanza del soneto, forma que terminó por dominarlo. Sin duda alguna.
Hace año y medio, durante un coctel realizado en la Fundación René Avilés Fabila, tuve la fortuna de conocerlo. (Ya lo ubicaba desde un poco antes, pero nunca se dio una oportunidad para conocerlo. Hasta aquel día.) Le comenté que había encontrado un ejemplar de su libro Coctel de frutas en una librería de viejo; libro que, cabe decir, me dejó maravillado. Sin desatender su caballito de tequila (no en vano se había ganado el título de Doctor Honoris Sauza), me expresó su alegría por saber que su obrita estaba (¡¡ahora sí!!) en buenas manos. Minutos después, y mientras lo acompañaba con una copa de vino tinto, me regaló un ejemplar de sus Cuentos de chamanes y brujas, con un sencillo pero emotivo prólogo de Eliseo Alberto. Luego de firmarlo, claro está. Agradecí sobremanera ese gesto. Esa fue la única vez que lo vi.
Sin embargo, mi contacto con la obra ottorauliana apenas comenzaba. En una venta nocturna del Fondo de Cultura Económica compré su Colibrí y conejo (hasta ese momento, toda su obra poética reunida, mas nunca dejó de escribir), y en las oficinas de la Fundación, René Avilés Fabila me facilitó un folletín con los poemas dedicados a Benito Juárez. (En aquel momento, estaba de visita Obed González, hijo del maestro, quien nos comentó de una próxima presentación editorial. El libro, según recuerdo, era La vuelta al mundo el 80 poemas.)
Ahora, a escasos días de su fallecimiento, queda la imprescindible labor de leerlo, para quienes lo conocen por vez primera, y de releerlo, para quienes ya lo conocemos. Porque, decía Octavio Paz, "el mejor premio para un escritor son sus amigos desconocidos", es decir, los lectores, quienes viajamos por su obra. Y eso, de por sí, ya vale la pena.

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