lunes, 11 de junio de 2007

Leaving Port Memories: Mi padre y la ciudad

Hace muchos años, y siendo todavía hijo único, pasaba horas y felices minutos acompañando a mi papá, cuando éste trabajaba en la Secretaría de Agricultura. Mientras despachaba los asuntos del ministerio, veía interminablemente el ir y venir de personas y papeles (desde entonces, no he visto nada nuevo), situaciones más que obvias. Sin embargo, al terminar su turno, mi padre tenía programado para mí otro trajín, diametralmente distinto al de su trabajo.
Como la secretaría se ubicaba entre Reforma y Antonio Caso, a unos pasos del Sindicato de Electricistas, nuestras travesías comenzaban en la peluquería El Sol Naciente (hasta hace pocos meses, ubicada en Antonio Caso, casi en contra-esquina con Insurgentes), donde ponía de cabeza a los peluqueros con mis primeros ensayos de estilista amateur. (Sin embargo, siempre salía con un corte nuevo; por aquello de "Más sabe el diablo por viejo..." Cosas de la vida.) Después de esa escala, seguíamos por la colonia San Rafael, hasta llegar a Serapio Rendón, para una larga jornada de cine infantil en el Ópera. Al final de la función, emprendíamos el viaje hacia el norte de la ciudad para recoger a mi mamá del trabajo.
En un Datsun '79, y con la Tropi Q sintonizada, mientras llegabamos a la colonia Lindavista (zona de hospitales, cabe decir), mi padre me mostraba los edificios que pasabamos. Ocasionalmente, nuestros trayectos incluían la Fuente Cutzamala (donde hoy se encuentra la Diana Cazadora), el Ángel de la Independencia, el Monumento a la Revolución, en fín... lo que la ciudad nos ofrecía cada noche. (En septiembre y diciembre, era de cajón pasar frente al entramado que iluminaba el Zócalo. ¡¡Una serie de imágenes inolvidables!!) A veces, cuando llegábamos más temprano, hacíamos escala en la panadería y rosticería Susy (localizada en la calle Cuzco y que ahora es un restaurante) donde mi papá compraba el pan para la cena. Además de bolillos, algunos borrachitos y dos que tres conchas, también compraba dos gelatinas, una de las cuales me servía de cena. ¡¡Qué fácil era llenar de ilusiones a un niño!! Después de ello, volvíamos al hospital y ya mamá nos estaba esperando.
Tiempo después (ya mis hermanos habían nacido), luego de dejar a mamá a su trabajo (y a mi hermanito con la niñera), los tres (papá, mi hermanita Yadira y quien esto escribe) nos enfilamos hacia un domingo lleno de sorpresas en el Centro. En aquellos días, estaba en la Secretaría de Educación Pública, allá por República de Argentina, una exposición sobre la historia de los Libros de Texto gratuitos. Mi papá nos platicaba cuáles eran los libros que usó cuando iba a la Primaria (cuya portada del más conocido hizo Jorge González Camarena); recordé épicos tiempos al ver las ilustraciones que tenían los que usé (hechas por Leonora Carrington, José Luis Cuevas, ¡¡Alberto Gironella!!) y, claro, no podían faltar los que mi hermana usaba en aquellos días (con portadas de Carlos Mérida y Raúl Anguiano, por ejemplo). Inclusive, mi papá movió cielo, mar y tierra para que le cambiaran el libro de texto que le habían obsequiado a mi hermanita. Cosas que pasan.
Ahora, años después, pienso que la mejor herencia que mi padre me dejó, fue el gusto por la ciudad. Por fijarse en el menor detalle al caminar por ésta, por agarrarle sabor a los recorridos y, sobre todo, porque se ha convertido en el eje central de mis andanzas (literarias y viajeras). Los lugares que visitábamos ya no existen. Cuando voy a San Ángel, cada vez que el Metrobús pasa cerca de Antonio Caso y de Av. Reforma, el recuerdo no pide tregua a la hora de la remembranza. Y eso, se lo debo a mi papá. (Seguramente sabe que también le debo el oficio de las letras. Pero eso, se cuece aparte.)

1 comentario:

La niña Fonema dijo...

conmovedor. yo también tengo recuerdos de ciudad con mi padre, mi hermano y mi abuelo...