martes, 8 de mayo de 2007

Las colecciones interminables

Cada episodio de Historias de leyenda, serie de Once TV, comenzaba con la descripción de un objeto determinado, tras el cual se esconde una historia (unas veces, fantasmagórica; otras, algo curiosa). Si seguimos la secuencia del programa, el narrador es un anticuario, cuya labor se inscribe, directamente, en el coleccionismo. Y aquí habría de preguntarse ¿por qué coleccionamos cosas?
El afán por juntar cosas, desde latas de refresco y cucharas, pasando por las estampas del futbol o de la caricatura de moda, hasta joyas y antiguos enseres de trabajo, responde a una necesidad de postergar la vida, de guardar testimonio del tiempo que pasa y no se queda. Aquí seguro me dirán: "Para qué juntar latas de refresco, si de todas formas terminarán en el reciclaje". No lo creo. Porque cada lata, de material semejante, el rasgo que la diferencía de otra, puede ser el tiempo de fabricación, la marca comercial y hasta su diseño. (Con estos rasgos, ya se tiene una colección.) Sin embargo, lo que vuelve mucho más valiosa una colección, es el momento que determinó su inclusión en nuestra vida. Pongo otro ejemplo: para quien junta cucharas, sabe muy bien que cada una encierra un momento diferente. Si la primera que inaugura la colección, fue una herencia familiar, entonces la segunda -botín de guerra extraído de algún Sanborns-, puede recordarle la cena que delimitó su porvenir laboral, un romance juvenil y hasta un asesinato otoñal. (Ya lo decía Honoré de Balzac, "detrás de toda fortuna, siempre hay un crimen".) Con estos ejemplos, se hace evidente la colección herencia. O sea, aquella que formamos para ganarle horas al ocio (y, por ende, al olvido), misma que terminará como testimonio de una generación, y hasta como acervo cultural en algún museo del futuro.
Las colecciones efímeras, como su nombre lo indica, surgen a capricho y voluntad de la moda; aquí se inscriben las estampas del futbol o de las caricaturas en turno, los artefactos y chacharitas que salen en las papas o en el pan dulce. (Todo niño que se respete debió pasar por el calvario de la repetición, mismo que genera adicciones y hasta enemistades.) Pongo un ejemplo: Quien escribe, en sus gloriosos años de la primaria, tuvo el álbum del Museo Nacional de Antropología, que costaba 2 mil pesos de entonces (un billete con la efigie de Justo Sierra, según recuerdo), cuyas estampas conseguías dentro del pan dulce de cierta marca o cambiando unas tiras de plástico que salían en los pastelitos de otra cierta marca. Eran típicas mis escalas -y las de mis compañeros también- en la cooperativa de la escuela para comprar algún panecito y ver qué nueva estampa salía. (Si era la faltante, toque de diana para el afortunado. Repetida, pamba con picahielo. Nunca me fallaba la primera.) Y por el lado de las adicciones, no cantaba mal las rancheras: fueron muchas que pasaron por allí. Pasó la moda, perdí el interés y hasta mis domingos. Sin embargo, siempre hay expiación para un pecador estándar: mi hermana tuvo su temporada de álbumes gracias a un banco. El legendario Álbum de México, compuesto por el historiador Luis González y González, fue casi materia obligatoria en su generación. A veces le ayudaba a pegar las estampas, y a diferencia de otros -debería decir a semejanza del dedicado al Museo de Antropología-, siempre aprendías algo nuevo. Pasó el tiempo, mi hermana creció, y su álbum es ahora parte de mi colección privada.
Y, por último, las colecciones útiles. Éstas se forman por herramientas de trabajo o también por el producto del mismo: según el oficio ejercido, son los adminículos. Un dentista conserva las placas de sus casos más difíciles; un diseñador gráfico, los dummies de su constante conversión de ideas a imágenes; investigadores y escritores, sus libros leídos y anotados (de refilón, sus bibliotecas son colecciones en potencia), en fin, la lista es larga y el tiempo, bastante poco.
Sin embargo, hay colecciones invisibles o memorialistas, para darles un término más exacto. Aquí se integran las muestras de afecto, un saludo ocasional de alguna persona cuyo encuentro fue súbito y único, una sonrisa, romances, triunfos y hasta desgracias y enfermedades solemos coleccionar en la memoria. (El único anaquel que les queda como anillo al dedo, es la escritura, me atrevería a decir. Eso ya es responsabilidad de cada quien.)
Oficiales o de closet, itinerantes o sedentarias, siempre coleccionamos cosas (hasta canciones, como dice el terceto Camila en alguna de sus baladas-pop), a la vera del tiempo, cuya toral y definitiva casa está en las razones que concedemos para depositarlas en la memoria. Además, no está de más hacerlo. Perdemos un rato y un poco de nuestro peculio, pero el afán ni quien lo quite. Después de todo, luego que un objeto nos convenza de su presencia, el segundo y los venideros ya vuelven interminable (¿e imprescindible?) una colección. Ya lo decía Francisco de Goya: "El tiempo también pinta". O debería decir ¿colecciona?

1 comentario:

La niña Fonema dijo...

muy bueno!
vaya, cuando terminé de leer hasta aplaudí

zambomba te estás mareando, vete a un periódico a escribir