miércoles, 23 de mayo de 2007

El diccionario tiene dos caras

De los personajes inolvidables de Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, destaca Juan Cariño, una suerte de "loco del pueblo", cuya gran pasión eran los diccionarios, desde donde se lanzaba al conocimiento. Para fortuna nuestra o desgracia ajena (según se vea), no contamos con esa pasión por un diccionario, pero trataré, en pocas líneas, de acercarles un poco.
Cuando en el siglo XVIII, en España, apareció el Diccionario de Autoridades (antecedente del actual Diccionario de la Real Academia), los empecinados sabios y eruditos de aquel tiempo no se imaginarían que dicho objeto, con miras a resolver y a fijar la política lingüística postrera, no haría mas que generar sendos dolores de cabeza a investigadores y a lectores. ¿Por qué? La razón suele verse de lo más sencilla, pero no es así.
Como hablantes de una lengua activa, siempre persiste la proclividad por introducir, confirmar y desaparecer palabras, mismas que se notan en la manera de emplear la lengua según el tiempo presente. Y ello hace repercute en la conformación de los diccionarios. (Con el Diccionario de Autoridades sólo se controló una norma, pero la lengua, que goza de cabal salud, siempre hacía de las suyas. ) Para principios del s. XIX, y ya conformada la Real Academia de la Lengua, la engorrosa labor para elaborar el diccionario estándar del español estaba en sus primeras pruebas de fuego: proseguir con el antecedente del Diccionario de Autoridades, pero ya no errarle a la primera, gracias a la inclusión de distinguidos estudiosos de la lengua, entre escritores de pluma completa y catedráticos universitarios, regidos por la máxima Limpia, fija y da esplendor (que en estos días se acerca al slogan de un detergente). Tres siglos después, siguen igual y hasta un poco peor. (Y luego de una exageración histórica, vamos a lo que nos atañe.)
Un diccionario, si se quiere, suele verse como una cápsula de tiempo, donde queda presente su paso gracias a las palabras que tuvieron y que tienen vida propia en la lengua de todos los días. (Si se me permite el símil, un diccionario es como una terminal de trenes o aviones: todos los viajeros -palabras- aguardan en el andén la hora de partir, es decir, de ser empleados en el habla. Para unos, la ida y vuelta es de todos los días; para otros, la despedida es inminente.) Cuando nos asomamos al contenido de un diccionario, se hace como quien escarba en la tierra muerto de miedo, buscando lo que la tierra oculta. Si las consecuencias de esa búsqueda son buenas o malas, no importa; lo que sí es el hecho de aventarse a hacerlo. (Si la palabra se usó en el siglo XVI o si se trata de un neologismo, eso es lo de menos, si ante todo resolvimos una duda.) Pero así como hay buenos lugares para tomar el tren o excelentes aeropuertos, también hay malos tirando a pésimo, y con los diccionarios, ni duda cabe. La modalidad escolar dista de sacarte del apuro momentáneamente, pero su infalibilidad queda en duda. Y qué decir de los milhojas proclives a sosten emergente del sillón: tantas opciones y ninguna que cuadre al momento.
Sin embargo, los diccionarios podrían verse como la ropa y/o las herramientas de trabajo: según la necesidad, es el utensilio. Para dudas en general, enciclopédico será. Si, de niño, la tarea te abruma, un escolar te salvará la vida. Pero si tu vocabulario quieres ampliar, con el de la Academia te debes guiar. (Se dice que el María Moliner es el bueno respecto a la lengua española, pero se vale escoger.)
Y para cerrar esta impresión, sólo me resta proponerles un ejercicio: al despertar, tomen su diccionario (si es de varios tomos, agarren el de su preferencia), ábranlo y al azar elijan la palabra que más les plazca. Si después de esto, aún persiste la aversión al diccionario, ya el resto será cosa suya.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Para empezar,voy a citar a Cortázar, que ahora más que nunca nos viene como anillo al dedo: Los diccionarios son los cementerios de las palabras. Para mayor referencia, baste leer, nuevamente, Rayuela. Toda la Literatura, especialmente la Poesía, es una rebelión contra esos malignos viejecillos.